LOS SULTANES DEL YEMEN
Un viaje por las montañas, oasis y desiertos del país imposible
En octubre de 1998, el autor de esta obra y su mejor amigo emprenden un apasionante viaje a Yemen siguiendo las huellas del poeta Rimbaud. Todos los caminos conducen a Aden, pero no será fácil llegar hasta allí: amenazas, tentativas de secuestro y peligros de toda especie jalonarán su periplo por uno de los países más interesantes y menos conocidos del mundo árabe.
Un fino retrato de dos viajeros con personalidades antagónicas, pero impulsados por la misma idea de mezclar vida y literatura, a la manera de los beatniks. El poeta de la acción y el de la contemplación pasan voluntariamente una temporada en los infiernos, pero no de otra manera se alcanza la iluminación, y si no que se lo pregunten a los Blake, Huxley y al propio Rimbaud. Pero por encima de todo Los sultanes del Yemen es un canto a la amistad y el ansia de conocimiento, más allá de todas las fronteras.
Aunque basada en hechos reales, Los sultanes del Yemen se lee como una novela de aventuras en toda regla.
©Foto de Ambarviajes
LOS SULTANES DEL YEMEN
El origen
Míster Alí nos está amenazando por teléfono. El empleado de su hotel tiene un ojo puesto en mí y el otro en un cajón donde es más que probable que guarde alguna pistola. Su mano derecha, entretanto, agarra la empuñadura de la jambia y la otra hace garabatos sobre el libro de registro del establecimiento.
El bolígrafo quizá sea el arma que más miedo me produce. Quién sabe si de derecha a izquierda, de derecha a izquierda, el yemení unas horas antes a nuestros pies no estará escribiendo: "Alá es grande", y envalentonándose con ese eslogan quién nos dice a mi compañero de viaje Varasek y a mí que no va a inmolarnos a la mayor gloria de su Dios.
El inglés especiado de Míster Alí se amplifica hasta mis oídos cuando pasa al árabe para maldecir. Varasek le argumenta a intervalos: "Míster Alí, please!". Y el otro que no para de enredarse la lengua con venablos y arabescos, recordándole sin cesar a mi amigo nuestras obligaciones de esclavos.
Después de todo, él nos ha encontrado a la deriva en el aeropuerto de San'a. Uno de los empleados de su agencia de viajes nos señala con el dedo desde las cabinas custodiadas por policías verdosos, lentos, una hora se han tirado con el pasaporte de los cuatro o cinco guiris que proceden de Ámsterdam como nosotros.
A fin de cuentas, a todos nos excita la idea de lanzarnos sin paracaídas del avión de las seguridades. ¿Qué otra cosa se puede decir de un país donde hasta la tarjeta Visa pierde su jurisdicción?
El dedo del empleado de Míster Alí nos apunta, y no será la última vez que nos apunten en El Yemen. A 12 kilómetros de la importante ciudad norteña de Sadah, el suq de At-Talh ofrece armas para todos los gustos: granadas de mano, rifles, kaláshnikovs por cuatro reales, incluso pistolas fabricadas en Vitoria o Asturias.
Y no hay que irse tan lejos. Las armas en El Yemen son como la Pepsi-Cola. Las encuentras en cualquier parte. Hombres armados patrullando sin sueldo ni placa de sheriff el centro amurallado de San'a. Hombres armados que esperan un buen blanco en las estaciones de servicio de la carretera que conduce a Marib. Beduinos armados hasta los dientes del desierto. Tribus del norte forradas de plomo en el camino a Shaharah. Armas que suben contigo los casi 3.000 metros sobre el nivel del mar de Kawkaban o te custodian hasta el Mar Arábigo desde las tierras altas de Al Khuraybah.
Suerte que de momento sólo nos estén apuntando con un dedo inofensivo. El empleado de Míster Alí nos sonríe y nosotros le sonreímos también. Mal hecho. En un santiamén, cruza tan campante los controles y se dirige al mostrador donde las agencias de viajes de la capital tramitan la entrada de los turistas con rutas previamente organizadas.
Somos los últimos en la cola y ahorrarnos el papeleo nos parece bien. Tres cuartos de hora más tarde ya no hay un solo cristiano, y en la sala hueca, de luz desvaída, el empleado de Míster Alí sigue discutiendo violentamente con el policía aduanero.
Varasek se echa las manos a la cabeza y en esa posición permanece casi media hora. Yo tanteo la botella de coñac en la mochila de mano -sólo dejan entrar en el país un litro de alcohol por barba, que debe ser ingerido a escondidas, para colmo-, y de vez en cuando veo flamear una pancarta, en árabe e inglés, donde se anuncian los actos conmemorativos del 35 Aniversario de la Revolución del 14 de octubre. En dicha pancarta, han estampado la cara del presidente del país: como las armas y la Pepsi-Cola, no dejará de acompañarnos durante todo el viaje.
Cuando al fin logramos pasar la frontera, el amable empleado de Míster Alí se cuelga del hombro nuestros macutos y nos guía por señas hasta el hall del aeropuerto.
DESTELLOS DE LAS VISIONES DE RIMBAUD Y DE LOS SUEÑOS DEL REINO DE SABA
Crítica de Gloria Porta aparecida en Jotdown
"Desde allí se ve la roca que debió inspirar a Rimbaud sus mejores pensamientos sobre Adén. A los pies de aquélla, se extiende la ciudad aplanada, gris y polvorienta, imperceptiblemente sacada de su sopor por bandadas súbitas de niños en bicicleta y por los cuervos que no respetan desperdicio y graznan atrevidos desde el minarete de una mezquita cercana" (Los sultanes del Yemen, de Enrique Mercado)
Guardo un recuerdo fascinado de las versiones hollywoodienses del lejano oriente que en mi infancia eran comunes en la sobremesa de los sábados. Esto era antes de que supiéramos lo que era la tele a color, pero eso era lo de menos, ya que los tonos que no se veían en aquellas teles en blanco y negro de tubo catódico los ponía nuestra imaginación. Aquellas películas sublimaban una imaginería originada por relatos de antiguos viajeros, y que había sido embellecida por aquellos que, aún sin desplazarse allá, adornaron el relato exótico con el producto de sus fantasías. Oriente contemplado desde Occidente tiende a la ensoñación; tal vez por ello es necesario atravesar el velo del estereotipo romántico, y posiblemente nos encontraremos con orientales que a su vez nos contemplan a nosotros desde sus propios lugares comunes.
Tratando de emular a los viajeros de antaño, Enrique Mercado nos narra en Los sultanes del Yemen (Baile del Sol, 2014) su periplo por las tierras del Golfo de Adén tras los pasos de Rimbaud, cuando el poeta dejó atrás Francia para convertirse en mercader colonial. Quien compuso versos sería ahora comerciante de café o traficante de armas, como si fuera el anverso y el reverso de la expansión europea por el planeta. El Yemen de 1998 que visita el autor en compañía del taciturno Varasek parece no hacer justicia a los versos de Rimbaud, aunque sí a sus más prosaicos mercadeos. El viajero encuentra un país en el que la antigua influencia soviética ha dejado su impronta en algunos edificios de rancia decoración interior y la omnipresencia de la Pepsi que, junto con el agua embotellada, son la bebida por la que optan los turistas que desconfían de los microorganismos del agua local sin tratar.
"Sólo ruinas y fragmentos de casas difícilmente de pie, deshabitadas no sólo por el hombre, sino por la historia. Las piedras talladas a mano y las destalladas por los fenómenos tienden a unificarse bajo un sol vertical, sin tapujos ni sombras".
En su intención de decidir ellos la manera de desplazarse, nuestros protagonistas acaban viajando con un chófer de costumbres anárquicas y no muy de fiar, llamado Kemal, al que bautizan descriptivamente como «Qué Mal». Hay que decir que la falta de adherencia en los horarios y su resistencia a llevar a sus clientes allá donde deseaban era sin duda frustrante para éstos, no así para el lector, que asiste a una serie de peripecias en las que Richard Burton[1] se encuentra con Abbot y Costello. Sospecho que Enrique y Varasek hubieran preferido viajar en compañía de Hassán, que gracias a los antiguos vínculos comunistas del Yemen, había estudiado en Cuba, y a quien encuentran acompañando a un contingente hispano. Hassán presenta una hibridación ideal entre el Golfo de Adén y el Caribe, pero esto es una excepción en donde los beduinos no acaban de aceptar que sus tierras como destino turístico, y no es inusual que la muchachada local se líe a pedradas con los visitantes (y quien sabe si no serían capaces de rebelarse contra ellos a la más radical manera de De repente, el último verano[2]).
"A fuerza de no ver nada, uno acaba viéndolo todo. En El Yemen los hombres ven en la oscuridad, como los gatos. De vez en cuando, Qué Mal pisa el freno y silba y lanza piropos a un grupo compuesto por dos o tres bultos oscuros".
El hecho de que una parte del país estuviera históricamente alineada con la URSS no parece reflejarse en una relajación del más tradicional dogma islámico: durante el viaje de Enrique y Varasek, las mujeres, más allá de las turistas occidentales, no se manifiestan sino bajo la forma de ocasionales bultos negros indescifrables para los visitantes. Los locales, sin embargo, parecen acostumbrados a descodificar la voluptuosidad oculta bajo los pliegues del niqab a partir de aquello que revelan los ojos y los tobillos (e, imagino, la envergadura del bulto). Con todo, soy un poco escéptica respecto a la pericia de los yemeníes a la hora de adivinar la belleza bajo el velo, más que nada por el hecho de que el autor, sólo por llevar pelo largo recogido en coleta, es confundido constantemente con una mujer, pese a que su físico y pilosidad facial desmentirían tal cosa a los ojos del occidental más despistado.
El alcohol es otra de las ausencias debidas a la influencia del Corán. Nuestros viajeros lo compensarán con una petaca que les hará más llevadero el omnipresente refresco de cola que vendía Joan Crawford. Ocasionalmente, algún guía pillastre ofrecerá a los visitantes la opción elaborada clandestinamente, que sólo parece aceptable a quienes no han tenido la opción de libar espíritus elaborados con más competencia. Como suele pasar, las prohibiciones estrictas no sólo incitan a su quebrantamiento, sino que decantan a la gente a opciones no prohibidas pero no por ello menos perjudiciales. El autor tendrá ocasión de constatar la desaforada afición de los guías a hacerse con hojas de qat para mascar y Kemal/Qué Mal se desviará más de una vez del itinerario por hacerse con un buen manojo de estas hojas de efecto narcótico.
Aún así, el peligro y el misterio no han abandonado los periplos por estas tierras; el asfalto no llega a todos los lados y tanto las dunas como los pedregales del desierto no se rinden fácilmente a quienes los quieren penetrar. Bajo el humor del relato, y pese la general falta de concordancia entre lo imaginado previamente y lo vivido in situ, y de la banalización de los antiguos ritos para consumo turístico, persisten destellos de las visiones de Rimbaud y de los sueños del reino de Saba.
Notas:
[1] Me refiero en este caso al explorador, claro.
[2] Suddenly, Last Summer, película dirigida en 1959 por Joseph L. Mankiewicz, adaptación de la obra teatral homónima de Tennessee Williams.