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EL EXTRARRADIO

Relatos de la periferia

Libro inédito. Editores pueden contactar en: hadafactory@yahoo.es

Segundo libro de relatos de Enrique Mercado, tras 20 estudios de la monotonía. Relatos acerados, con un lenguaje depurado y mordaz, que nos acercan historias sorprendentes del extrarradio de Madrid.

El Extrarradio: Acerca de
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LA MUGRE

Las miradas que se intercambian en los vagones de metro son como las erecciones mañaneras: barcos que no llegan a ningún puerto. El que está sentado enfrente de nosotros nos mira con ánimo de darnos una paliza, o tal vez sólo por curiosidad, porque en el cenit de la tensión ha desviado los ojos. La que está a su lado nos mira también, o tal vez la empezamos a mirar nosotros y por eso nos devuelve un sentimiento equidistante.

       A quienes más miramos es a los que nunca nos miran. ¿Qué motivo tiene ese bombón veinteañero para no levantar su cabeza durante todo el viaje? “¿Tan enfrascado se puede estar en un libro para no sentir los codazos o los pisotones de las nuevas avalanchas?”, se preguntaba una hija de papá que, por sus apellidos, también lo era de mamá.

       Begoña de Aizpuru y González de la Inhiesta paseaba sus joyas y vestidos de marca por la pasarela del metro. Como no tenía otros forros que esquilar, gustaba de exponerse al atraco y a las violaciones. Su línea predilecta era la que enlaza la Plaza de Castilla con el sur profundo, donde al parecer se da la mayor concentración de carteristas, yonquis y gente de mal vivir de la capital. Se maldecía cuando regresaba cada amanecer a su palacio con las ropas intactas,  los cabellos ordenados, y tan virgen como al principio. A Begoña de Aizpuru y González de la Inhiesta, más conocida como El Callo de la Aristocracia, no se la ventilaba nadie, ni tan siquiera pagando.

       Al borde de la desesperación, pensó en darse una vuelta por los poblados chabolistas de La Celsa y Pies Negros. Si allí no se la merendaban cruda, ¿dónde se la iban a zampar si no?

       Eso pensaba sin perder ojo del mugriento vagabundo que no perdía ojo, a su vez, de un libro más mugriento todavía de la Colección Austral: Spínola el de las lanzas y otros retratos históricos, de la Condesa de Yebes. ¡Ahí era poco lo que se estaba echando el indigente al coleto!

       Begoña de Aizpuru y González de la Inhiesta se puso a su lado a la menor oportunidad, ¿o lo hizo entre Pacífico y Portazgo? Desde el primer momento, se deleitó con la hediondez que brotaba de aquellas ropas. Era ese color mate que queda en los contenedores de basura una vez que han sido descargados, un aroma para olfatos distinguidos que saben apreciar lo que es bueno.

       

        La aristócrata había metido las narices donde no la llamaban. El indigente cerraba el libro al máximo para que la indiscreta no lo pudiera leer. También, para evitar los roces de tetas y abalorios con su parca, se desplazaba hacia el final del asiento hasta casi dejar una cadera colgando. El puñetero era duro de pelar. Hubiera sido casi imposible acceder a la última capa de mugre que lo recubría. Quizás no imposible del todo para Begoña.

       Cada vez le excitaba más que intentara mantener a flote el buque de la lectura, a pesar de su feroz asedio.

En Alto del Arenal comenzó la persecución terrestre. Begoña perdía el culo detrás de él por los pasillos tenebrosos de la medianoche rebasada. En el exterior, hacía un frío que pelaba, pero, ya digo, la mugre era el mejor aislante contra las inclemencias y el amor.

Begoña, erre que erre, se había empecinado en ponérselo fácil al mendigo. Se la traía al pairo que siguiera a lo suyo, a la luz butano de las farolas del barrio triste. Sin venir a cuento, le cortó el paso con todas sus joyas extendidas.


       -¡Son tuyas! ¡Yo no las quiero!...


       El indigente levantó la vista del libro, pero no para dirigirse a ella. Fue un segundo por ver si venían coches del otro lado de la calle.


       Enfrente había un taller con la puerta desenlatada a medias. Desde fuera, se vislumbraban ruedas y material en desuso, una luz crepuscular y autógena que flotaba en los bajos revelaba una sideral presencia humana.


       El indigente arqueó su cuerpo, sin dejar de leer, y cruzó bajo la puerta. Begoña no hizo lo propio, sino que entró a gatas antes de que el taller quedara herméticamente cerrado.

       Los hierros, los cartones, los plásticos, los coches desguazados, los ciento y un aparatos de la mecánica y la electricidad. Todo estaba cubierto por una capa de mugre, protegido contra la asepsia de mundos higiénicos.

       Los niños pringosos que se hacinaban en torno a un hornillo de gas la miraron con sorpresa. El indigente dejó la lectura por fin y se dirigió a su invitada:

       -Ésta es mi familia. ¿Verdad, chicos, que os alegráis de que haya venido?

       Los niños asintieron, lanzando un chisporroteo de saliva contra la llama azul del hornillo. Begoña se sintió deseada por sus miradas hambrientas. La puerta del taller había sido sellada con candado y soplete. Pero aunque hubiera estado abierta, no habría salido a correr.

       Delante de la jauría infantil, entornaba los ojos, se pasaba la lengua por los labios, se arrancó todas las joyas y collares, protagonizó un striptease almibarado y sensual.

       Los niños, literalmente, se la comieron viva.

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