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MEMORIA DEL TIEMPO BREVE

Primera novela del ciclo La Periferia

(Novela editada en 1997, solo 333 ejemplares. Editores interesados en reedición contactar en: hadafactory@yahoo.es)

Memoria del tiempo breve abre el ciclo de La periferia, una serie de novelas con un paisaje común -la zona sur de Madrid- y unos personajes que no consiguen echar raíces en el asfalto de las ciudades-dormitorio y los polígonos industriales.

Esta vez, el autor intenta recuperar el paraíso perdido de la infancia con la única herramienta que sabe manejar: la literatura. Detractor declarado de Proust, no es extraño que solo consiga rescatar unas cuantas pinceladas fantasmales. El espacio rememorado, desligado de la sucesión temporal, apenas guarda relación con la vida. El escritor fracasa en su papel de mago y acaba convirtiéndose en un simple taxidermista.

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PRELUDIO

Comienzo de la novela

"TUS TÍOS HAN DECIDIDO vender la Casa", susurró la voz telefónica de Mamá.

A Ramón se le vino a la boca una sonrisa irrefrenable, rápida, al pensar en los millones que podrían lloverle sobre las manos, pero otras imágenes que depositó en su mente el buhonero del tiempo, le golpearon junto al auricular por donde Mamá continuaba: "Me ha dicho Tía Fabiola que vayas mañana a la Casa para hacer un cálculo del dinero que se puede sacar por ella". Nuevamente los millones de pesetas en el cerebro, pero también el recuerdo de las primeras correrías infantiles, de la frente agitada y las perlas del sudor en las cejas rubias, lágrimas de sal que le volvieron a correr a la mañana siguiente, cuando fue a buscar a Tía Fabiola y enfilaron rumbo a la Casa.

Ya en la Calle, la estampa repentina y silenciosa del antiguo hogar, le destapó un frasco del pasado que de vez en cuando hay que abrir para airear los sueños incumplidos y las pesadillas. La Casa yacía ahora entre dos bloques de viviendas, con más años a cuestas de los que podría soportar, barco encallado en la arena de un barrio al sur de Madrid y del mundo, panteón callado que ni siquiera recibe la oferente postura genuflexa de cuatro o cinco beatas, escondrijo de la melancolía y las aves que tienen en el aire su alimento. Una casa cualquiera, pues, deshabitada y sombría y no obstante abarrotada desde la perspectiva del recuerdo que tenemos alojado como una bala en la memoria. Casa por cuya puerta introdujo Tía Fabiola una llave herrumbrosa y pesada, provocando el bostezo de la madera dormida. El largo Pasillo de paredes blancas, desconchadas, rindió pleitesía a los visitantes y les permitió entrar. Ramón se detuvo junto a la puerta de la casa de la abuela y cerró los ojos. Quería rememorar primero cada uno de los rincones con sus medidas exactas, no fuera a ser que el presente, en menos que canta un gallo, rompiese la imagen sólida de la Casa suspendida en los espacios inalterables que ya no nos pertenecen.


El Pasillo desembocaba al fondo en el Patio, pero antes de llegar a este, había una escalera que permitía el acceso al desván, donde se apilaban cabeceras de camas, somieres, ruedas inservibles de bicicletas de Tío Néstor, cunas que otros niños se negaron a recibir porque eran muy antiguas y, a veces, en la madrugada densa y sembrada de chop-chop de lluvia y zureos de paloma en las jaulas, el fantasma del Abuelo Alejandro que regresaba de una borrachera de muerte.

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ALBUM FAMILIAR

©foto de Edu Ortega

Foto 1: Abuela Concepción

Abuela, ¿alguna vez te has quitado las sayas negras que han velado tu imagen desde que alcanza mi memoria, como si una bandada de cuervos se te hubiera pegado a los brazos, a los pechos, al corazón? Sayas negras y, en contrapartida, qué blanco el sudario, qué blanca tu piel en el momento solemne de meterse bajo la lengua el viático -metálica oblea- de los que se alejan definitivos, mudos, huecos, hacia la orilla de textura bíblica y paradisíaca.

El primer indicio de tu existencia me conduce al Pasillo de entrada al hogar adusto: al otro lado de las paredes atiendes con tus hijas al Abuelo en sus últimos estertores. De vez en cuando, se abre una puerta y sale alguien con una palangana de sangre que derrama en el retrete del Patio. Así una y otra vez, hasta que la muerte recoge sus colmillos y despliega sus alas: yo la veo salir por la ventana y perderse, después, en los espacios violetas y compungidos de la tarde.

Tú apareces en la puerta y me permites una primera descripción de tu persona: estatura mediana, cabellos negros, briznosos de plata, recogidos en un moño que ya no abandonará nunca tu nuca, los ojos negros -el llanto mal disimulado tras los cristales de días brumosos-, la nariz y el mentón algo prominentes, los labios finos y la piel ya asendereada por extrañas geografías de curvas, rectas y lunares -especialmente uno que te ocupa buena parte del pómulo-, las sayas arremangadas y las manos lisas, aristocráticas, suaves de no haber tenido jamás la desdicha del contacto de los trigos, la siembra, el frío de los montes, el miedo a los lobos que arañan en la puerta de Papá, allí solo, por cuatro perras, acurrucado entre el perro y las merinas, y tú tan lejos, tan uterina e inconsolablemente lejos de él, ajena a los crepúsculos que prenden fuego a los hombres sin pañuelo a la cabeza, ajena a las guerras y a los aviones, ajena al heno turbio de los establos y a la herrumbre de los aperos de labranza.

Ajena y, sin embargo, ¡oh, triste!, melancólica, taciturna como el pájaro golfo de las ciudades, oscura y mullida como él, tú y él iguales, tú detrás de él aquella mañana de domingo otoñal, apenas el sol arriba, en el azul transparente pero inexplicable, tú dando unos pasitos, saltitos, detrás de él y ¡zas! ya está entre tus manos, pero también entre las fibras de tu corazón. ¡Pom! ¡Pom! ¡Pom! Más de diez años en la jaula que te acompañó hasta tus últimos días y, ¡oh, no!, antes de morir desaparece de forma misteriosa y sin sentido, felino y acobardado de verte asustada y desmarrida, y él no quiere boquear de forma infame, porque los pájaros que viven en las jaulas de los humanos son también hombres, espejos donde encarcelamos nuestra miseria, alegoría ontológica. Y tú más de una vez te has visto reflejada, Abuela, sabes que aquella mañana de domingo te atrapaste a ti misma, es decir, a la nada, porque no eres nada ahora que te veo en esta fotografía, no eres nada porque el presente se niega a aceptar a las personas, paisajes y pasiones del pasado, el presente es un maldito taxidermista que gusta de la fotografía y, lo que es peor, un jodido cobarde que nunca mira hacia atrás -por si Dios decide convertirlo en estatura- y todavía menos hacia las tinieblas del futuro: no quiere reconocer que sus diarias e incesantes conquistas, no son más que hurtos a la vida, a nuestra vida, en desleal alianza con el tiempo.

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