LA MALA PRENSA
(Novela inédita. Editores interesados contactar en: hadafactory@yahoo.es)
La mala prensa es la segunda parte de La feria -novela que saldrá publicada en marzo de 2019 por Ediciones Sin Fin, de Barcelona- y tercera novela del ciclo de La periferia, iniciado con la publicación de Memoria del tiempo breve.
En esta ocasión, el protagonista de La feria se enfrenta a un recuerdo que no le deja dormir por las noches, una punki de la que no ha vuelto a saber nada desde hace más de quince años. Será esa búsqueda desesperada la que lo lleve a otro viaje a los infiernos, del que habría de salir reforzado, lo mismo que Dante o don Juan, pero una vez más no las tendrá todas consigo. Este hilo conductor no es más que el camino de losas amarillas en torno al cual se abren los precipicios de la miseria moral y existencial de la periferia madrileña en los años 90 del siglo pasado. La mala prensa es, también, una radiografía de la prensa local de la zona sur de Madrid, una denuncia de la cultura del pelotazo y del arribismo de los políticos de la época, además de una apuesta estilística del autor apoyada en la digresión permanente y la profusión de relatos aledaños, a la manera del Quijote.
PARTE 1
“No se estila destacar un vigía cuando el navío se halla a la capa en medio de un huracán. Como me dirijo principalmente a personas que no han navegado, conviene que detalle la situación exacta de un navío en tales condiciones”
(EDGAR ALLAN POE: Narración de Arthur Gordon Pym)
DE PRONTO, comprendí que debía asesinarla.
Me había estado persiguiendo por las noches en vela, por las calles que me conducían algunas mañanas a la redacción del periódico, en el periódico mismo, desde la pantalla del ordenador donde a veces componía mis textos, mientras tomaba una cerveza en la tasca de Isidro con el redactor Ramiro Sebastián.
El acecho continuaba por la tarde, al tiempo que hacía una entrevista a un torero o iba de una ciudad periférica a otra a la caza de la información. Lo peor de su sombra era que se pegaba a los talones sin hacer el menor ruido, y cuando menos te lo esperabas se te metía en el cerebro hasta que el dolor de cabeza resultaba insoportable.
Los efectos de la aspirina alcohólica que me tomaba en la tasca de Isidro se disolvían al entrar en la cama. Ella se enroscaba a mi cuerpo, me atornillaba a caricias, pero una noche más me volvía a doler la pelota: la excusa perfecta. La mujer del periodista – de calle, no de redacción, en mi caso- pagaba de nuevo los platos rotos de las prisas, de las llamadas inoportunas que estropean la culminación del coito o de una conversación interesante. Mi estómago parecía una lavadora, siempre centrifugando ropa sucia. Mis jugos gástricos se veían negros para quitar las manchas de los cafés y las comidas rápidas, tan rápidas porque, aún más rápido todavía, hay que cubrir la visita de tal o cual consejero de la Comunidad de Madrid a un taller para disminuidos físicos, psíquicos y sensoriales.
Aquella madrugada, antes de que el cielo se pusiera a clarear, había decidido asesinarla. Después de haber acogido de forma indefinida los virus del matrimonio y el trabajo, mi salud no era tan fuerte como para soportar la entrada de otro agresor. De modo que me desenrosqué de mi esposa, di un salto y me planté delante del escritorio.
En el primer cajón había encontrado dos semanas atrás el envoltorio de un caramelo, concretamente en la página cuarenta y uno de una tragicomedia que escribí con tan sólo diecisiete años. No negaré que me vino a la memoria el sabor de otros días.
Aun así, tengo que confesar que nunca he leído a Proust, sobre todo por una cuestión de fidelidad a Valle, mi escritor favorito. A Don Ramón María del Valle-Inclán le parecía absurdo que pudiera montarse tanto rollo por el simple hecho de mojar una magdalena. Para colmo, una vez me rebozaron en la cara mi ignorancia en materia de literatura a cuenta de ese escritor. El crítico de cine del periódico me dijo que conocía su obra al detalle, como no podía ser de otra manera. Tal vez por ese motivo continuó haciendo críticas de cine mientras a mí me siguieron encargando las literarias.
Sea como fuere, lo cierto es que el envoltorio recubría la parte más dulzona de mi adolescencia. No le di importancia hasta que no lo abrí del todo. En el último pliegue me esperaba la sorpresa de Lidia. Creo que del día que la conocí arrancan mis problemas gástricos. De hecho, no había sido capaz de digerir todavía aquel caramelo envenenado que compartimos a instancias de Paco, el Mocho.
El juego consistía en pasar el caramelo de una boca a otra. Cuando lo deposité en los labios de Lidia, ésta me lo devolvió. Yo, para no ser menos, se lo volví a entregar. Cuando quisimos darnos cuenta, el caramelo se había disuelto totalmente en nuestras bocas.
Con la misma fruición seguiríamos saboreando su recuerdo hasta que el dueño de aquel pub, poniendo cara de pocos amigos, anunció que iba a echar el cierre.
Si se piensa bien, no hay nada más dulce que los primeros besos. Por eso, cuando Lidia me dejó con la miel en los labios dos semanas más tarde, supe que lo que yo no dejaría nunca sería de amarla. La vi otras veces, pero no volvimos a hablar, como mucho un hola y adiós que quiere decir hasta la vista. De eso me convencí tras permanecer unido a su empalagoso recuerdo varios meses. Me sentía tan sucio y repugnante como una mosca que se recrea en un pastel tirado en medio de la calle, más sucio y repugnante aun cuando, bien mirado, lo que parecía pastel era caca de perro.
Haciendo de tripas corazón, me aparté de los sitios que antes solíamos frecuentar. Todas las tardes caminaba maquinalmente hasta la parada del autobús. Diez minutos y estaría en su ciudad, a dos pasos del parque donde bebíamos litronas y escuchábamos música heavy. Lidia llegaba en compañía de sus amigas. Las cinco vestían con mallas ajustadas, camisetas de Los Ramones y botas militares que uniformaban su paso. Paco, el Mocho, Jaimito y yo nos poníamos inmediatamente a sus órdenes. Rompíamos filas dos horas más tarde, cuando cada oveja se iba con su pareja.
Todavía no entiendo cómo podía recordar tantos detalles. En dos semanas cabían mil besos, novecientos atardeceres compartidos desde el puente de la autopista, ochenta escenarios herrumbrosos y cinco horas revolcándonos en unos soportales sin llegar a culminar el acto.
Aquella madrugada, antes de que pusieran a calentar la tierra en la sartén del día, miré a mi esposa, enroscada ahora a un sueño inútil, y me dije que en seis años de matrimonio no había habido tanto como hubo entre Lidia y yo.
En seis años de amor por el juzgado –supongo que de guardia-, se habían fundido las bombillas de todos los atardeceres, y la autopista de los días era oscura, larga, siempre monótona.